viernes, 28 de febrero de 2014

Uvas de media noche


     Apuró el paso al escuchar las doce campanadas. Tenía las uvas en el bolsillo de la chaqueta y las comería antes de que sonara la última.
Tome Antonio - le había dicho la casera cuando le alcanzó el montoncito envuelto en polietileno – y apúrese que lo están esperando sus amigos para brindar. No lo esperaba nadie. Era la mentira con la que engañaba a los de la pensión. Estaba solo, más solo que un higo seco en un árbol maduro, no había familia ni amigos que lo esperaran.
Caminó rápidamente, pero al doblar la esquina aminoró el paso hasta la boca del metro. Compró el boleto sin mirar el letrero indicador, comería sus uvas en un vagón cualquiera. Una a una las retenía en la boca, deseando que cada mal momento de su vida se fuera en cada fruta.
Estaba tan ensimismado contemplando su soledad, que no advirtió que alguien más viajaba en el coche, una  joven de aspecto excéntrico .Entonces pensó en la soledad de otros y se dijo,  nunca somos únicos. La mujer sacó un libro, eran los cuentos de una autora que él conocía. Había uno que hablaba de la soledad de dos ancianos en la víspera del año nuevo, lo había leído varías veces porque se reconocía en ese sentimiento.
De pronto, sin saber cómo, caminó hacia la mujer, se sentó delante de ella y la observó leer. Enseguida se arrepintió y una insoportable ansiedad creció en su interior. Las paredes del vagón desaparecieron y se encontró en la oscuridad del túnel, de la que salió cuando la pasajera le preguntó, ¿le gustan los cuentos de esta autora?
-Sí- dijo con esa voz que viene del silencio - los que leí, eran tristes y me gustaron; alimentaron mi autocompasión. ¿Qué loco no? ¿A usted qué le parecen?
Una vez más se sorprendió. Estaba hablando con una desconocida y le pareció absurdo, precisamente por tratarse de alguien como él que solo mantiene conversaciones consigo mismo; entonces se levantó y se apartó.
- ¿Quiere qué le cuente? – dijo una voz aguda que rebotó en su espalda y que lo sentó otra vez. En realidad lo leo por pura curiosidad. Una de mis pacientes no deja de hablarme de ese cuento que usted dice y no puedo llevar adelante la terapia sino lo leo. Tengo que saber porqué le atrae tanto.
- Y ¿por qué hacerlo una noche como esta en un vagón de tren? Su terapeuta qué opina, porque me imagino que usted también se analizará ¿no? Medio planeta acude a terapias y si no puede al tarot, al i-ching y demás…
 - Es verdad – dijo la mujer – pero como usted ve, en una noche en la que todos brindan yo estoy sola y descubrir la obsesión de mi paciente hace menos dura mi soledad. Es cierto que veo a mucha gente por semana, pero al llegar a casa no me espera nadie. Ah, aunque tengo un gato ¿sabe? Se llama Venancio.
- Qué nombre para un gato, no es sensato que un gato lleve semejante nombre. Por qué no lo llamó “Michi”, “Beni”, algo más apropiado para una mascota.
- Usted es muy tradicional y Venancio es más que una mascota. Me despierta cada mañana con un mimo y me espera a cambio de una taza de leche. Claro que no habla, es por eso que nos llevamos tan bien. Imagínese que mi trabajo consiste en escuchar y escuchar, viene bien un poco de silencio. Además,  no tenemos conflictos ni por la almohada, la pasta dental o por los programas de televisión, acepta los que yo elijo. Se puede decir que es una compañía perfecta.
Él pensó con seriedad en conseguir un gato.
- Mire que bueno sería conseguir uno como el del cuento -dijo - no con botas claro, pero que venga con soluciones bajo el brazo.
-Yo con el mío me conformo.
-Oiga, ¿usted comió sus uvas? o no le importan las tradiciones. Yo no terminé las mías, si me permite las compartimos - y sacó las cuatro uvas que le quedaban.
Comieron dos cada uno y ella lo invitó a brindar con unas copas de sidra invisibles. Después se desearon un buen año y cada uno bajó en la estación siguiente. Ella olvidó el libro en el asiento y él miró con cariño a un gato que se acurrucaba en un umbral. Lo quiso acariciar, pero el esquivo animal se alejó. Mañana buscaría uno, le encargaría a la casera y cuando lo encontrara, tal vez, lo llamaría Venancio.

Escrito por Inés Carozza






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